xiicïriiváya
Lentamente vas adquiriendo consciencia,
la luz del amanecer comienza a filtrarse entre las nubes. Con el rumor inmutable
del oleaje vienen a tu mente recuerdos difusos de la noche anterior: la fiesta
en el bosque en la cual te divertías y el modo en el que llegaste conduciendo tu
automóvil hasta esta playa. Tendida sobre la orilla te levantas, te ajustas la blusa y adviertes que junto a ti yace el hombre el cual te
acompañaba hace horas quien ahora se encuentra inmerso en un sueño profundo abrazado
a la botella de licor vacía que ambos bebieron cuando paseaban. Percibes que a
su lado, en uno de los bolsillos interiores del suéter guinda que desprendiste
con avidez de la anatomía del joven se ubica un pequeño cuaderno; impulsivamente
decides tomarlo e indagar. Luego de hojear las páginas rápidamente deduces que
se trata de un diario, o mejor dicho de un tipo de historia que alguien ha
escrito; entonces es cuando comienzas a leer cautelosamente desde la primera:
Elías
Aquella tarde cuando regresé a casa mi
cónyugue no se encontraba pues me había comentado esa mañana que iría a visitar
a su amiga la cual moraba en una calle adyacente a la plaza; en ese sitio justamente
minutos antes había bajado de mi camioneta a dos jóvenes viajeros quienes ostentaban
una afinidad curiosa; me solicitaron traslado cuando iba
por la terracería después de haber rezado en el templo. Me desvestí para tomar
rápidamente una ducha; mientras el agua tibia caía sobre mí pensaba en el arduo
trabajo que me esperaba en Matehuala ya que era Navidad y la demanda en la
bodega aumentaba considerablemente. Enseguida me vestí y cuando salí
a la calle vertí en el tanque de gasolina de la camioneta la reserva de combustible
que almacenaba en un galón en la parte trasera. Noté que uno de los chicos
había olvidado un libro de una cubierta roja y cuyo título en letras doradas
era imperceptible a esa distancia. Encendí el motor y en ese momento observé a
un convoy militar que circulaba frente a mí. Me dirigí hacia la Carretera 6 la
cual conduce hacia la ciudad de mi interés cuando mi reloj digital marcaba las
15:39 hrs. aquel lunes 23 de Noviembre del año 2008 en Estación Catorce, pueblo
desértico del altiplano potosino de un poco más de 1300 habitantes. En un momento
de relajación al volante distinguí a lo lejos en el fondo de la cinta asfáltica
a un par de siluetas alzando los brazos en afán de cautivar mi atención.
Dionisio
El edificio de 10 pisos estaba exactamente
en la esquina, en la intersección de la Avenida Adolfo Mateos y la calle Rayón,
junto a el centro histórico de la ciudad de Aguascalientes. Aquel sábado desde
el techo -sito donde sería la celebración- los técnicos que instalaban
las luces y el sonido apreciaban los movimientos de los invitados que llegaban.
Como no funcionaba el ascensor, la única forma de ingreso era por la escalera;
conforme avanzaba mi interés aumentaba. Al llegar al último piso observé
que se trataba de un departamento relativamente pequeño amueblado con algunos
sillones de cuero y mesas de centro metálicas. Al abrir un ventanal se accedía
a una parte de la azotea que fungía como pista de baile. Inmediatamente miré a Bernardo
y a Ezequiel conversando con unas compañeras de la Preparatoria. Melvin quien
cumplía 21 años saludaba a todos y en un gesto heroico bebía enormes sorbos de
tequila de una botella que traía consigo. La reunión transcurría sin novedades salvo
por la inminente borrachera del festejado quien tuvo que abandonar el recinto
prematuramente asistido por sus hermanas. Con la madrugada encima luego de
habernos regocijado, los asistentes fuimos uno a uno retirándonos. Decidí irme con
Bernardo y Ezequiel pues ellos vivían en una zona de la ciudad cercana a mi
colonia. Cuando nos fuimos del edificio nos dispusimos a tomar un taxi, pero la
demanda de servicio era amplia y todos estaban ocupados. Seguimos caminando por
la avenida en el rastreo; en una sección unos travestis molestaban a un pordiosero
que deambulaba. Ezequiel sorpresivamente propuso una incursión al desierto de
Catorce ya que descansaría ese domingo de su trabajo en el hotel. Comentó su
visita previa y lo maravilloso que había sido. Inmediatamente desistí de
semejante locura. Bernardo se mostraba muy entusiasmado y respaldaba tal
propuesta. Al llegar a la glorieta del Quijote nos detuvimos en un teléfono
público pues Ezequiel tuvo la insólita idea de llamar a una de sus amigas a las
3:00 am; dichosamente un taxi libre pasó y lo abordamos. Él iba adelante
junto al chofer y Bernardo conmigo en el asiento de atrás; entonces opté por
robarle a mi compañero el reproductor musical que guardaba en su abrigo. Para
ser honesto desconozco la razón de mi falta, quizá la causa de esa malevolencia
radica en un rencor acuciante y esa fue una oportunidad excepcional para mi
venganza. Cuando por fin llegamos a la casa de Ezequiel, Bernardo decidió pasar
la noche ahí y yo caminé exhausto unas cuadras más hasta llegar a la mía.
Cuando me avivé y me levanté aquel domingo,
Bernardo se encontraba en el patio jugando con el perro Dálmata que me había
regalado mi prima. Sentí levemente los estragos de la resaca y bebí con ansia la
cerveza que había dejado en la alacena la tarde anterior. Cuestioné nuevamente
a mi amigo sobre su predisposición de viajar conmigo, de acompañarme a Wirikuta;
él aceptó incondicionalmente. Después de agregar algunos víveres a mi mochila,
partimos a la casa de Bernardo por la suya. Él no develó a sus padres el
verdadero motivo y destino de su viaje por miedo a su angustia y preocupación, sólo
les dijo que abandonaríamos la ciudad por unas horas. Un tío suyo que se
encontraba ahí ofreció llevarnos en su Minivan hasta la Central Camionera. Luego
de comer mariscos en un restaurante, compramos los boletos de autobús que indicaba
la salida de la unidad a las 13:45 hrs. hacia
San Luis Potosí. Esperamos unos minutos en el andén hasta su arribo. Subimos y
fuimos gradualmente dejando la ciudad hasta entrar en la autopista. Sentado
junto a mí, Bernardo leía con atención un libro de una cubierta roja que había
obtenido como préstamo de la biblioteca. Se trataba de un clásico, la novela “The
Brothers Karamazov” de Fiódor Dostoyevski cuyo nombre se anunciaba en letras
doradas sobre la portada. Le pedí que me lo prestara y pude leer lo siguiente: “God preserve you,
my dear boy, from ever asking forgiveness for a fault from a woman you love.
From one you love especially”.
En el trayecto divagaba acerca de la
logística del viaje, me inquietaba la cuestión de si tendríamos suerte y en el
mejor de los escenarios coincidiera nuestra llegada con el horario de salida de
alguna ruta que nos llevara hacia un lugar lo más cercano posible de nuestro
objetivo. Ya estábamos en la Central de San Luis alrededor de las 17:00 hrs. por
lo que verificamos nuestras sugestiones y lamentablemente nos enteramos de que
un autobús había partido hacia Vanegas a las 16:30 hrs, entonces elegimos tomar
el que nos trasladara hasta Matehuala. En el interior Bernardo continuaba leyendo
mientras yo veía en el televisor el film que nos habían proyectado a los
pasajeros. Luego de dos horas y media llegamos a dicha ciudad y comenzamos a
recorrer las calles contiguas a la Central. Ahora nuestra situación empeoraba
ya que la noche estaba a la vuelta y ningún autobús más saldría hasta el día
siguiente. Un frío estremecedor se desató con la penumbra pero nuestra
determinación de seguir permanecía intacta y caminamos hasta la Carretera
Federal 62 localizada en la orilla de la metrópoli. Esperábamos tener un algo de suerte, tal vez alguien quisiera detenerse y trasladarnos hasta Cedral, el siguiente
poblado en el itinerario. Y así fue, después de 15 minutos un automóvil gris
Chevrolet Atos retrocedió acudiendo a las señales de auxilio. Era una señora
muy amable que viajaba con su hijo, un niño de aproximadamente una década de
vida. Transcurrió media hora hasta nuestro arribo a Cedral; vimos allí una
tienda de comestibles abierta y compré una bolsa con galletas como merienda
para posteriormente regresar a la Carretera Federal 62 y encontrar transporte que
nos dejara en el siguiente pueblo planeado: Vanegas. Otra vez tuvimos fortuna y
luego de unos minutos una camioneta verde Honda tipo pickup se detuvo al mirarnos.
Nos subimos a la parte de atrás, nos quitamos las mochilas y nos recargamos en
la ventana. Con la velocidad que ganábamos podían sentirse las ráfagas heladas
de viento golpeándonos, no obstante momentáneamente experimentábamos una
felicidad indescriptible con el paisaje estrellado del cielo sobre nuestras
cabezas. Todo parecía estar a favor y nos acercábamos cada vez más a Catorce.
Finalmente tras 1 hora de viaje ya estábamos pisando Vanegas. Le agradecimos al
señor que nos trajo su generosidad y entramos al pueblo. Un ambiente fantasmal podía
notarse en aquel lugar: salvaje desolación, misterio, nostalgia. Presenciamos un
baile regional en una calle, la gente se agrupaba junto al escenario. Convenimos
pasar la noche en Vanegas y enseguida cuestionamos a algunas personas acerca de
un sitio en el cual pernoctar, hasta que un tipo nos habló de un hostal erigido
junto a la vía ferroviaria. Al llegar una anciana acudió a nuestro llamado y
mencionó la existencia de una habitación libre la cual contaba únicamente con
una cama y declaró que si no era de mucha importancia para nosotros nos la
rentaría. Aceptamos ya que nos iríamos en la mañana. Intentábamos conciliar el
sueño pero nos era frustrante intentarlo, temblábamos con el frío extremo que entumecía
los huesos a pesar del cobijo. Luego de perseverar ambos dormíamos.
Bernardo
Me despabiló el canto de los gallos
e inmediatamente me levanté junto con mi compañero y dejamos el hostal a las
7:30 am. El agua se había congelado en ciertos puntos y alrededor de la vía los
inmigrantes que buscaban llegar a los Estados Unidos se calentaban en hogueras.
Caminamos uno o dos kilómetros más hasta llegar a la Carretera 6. Esperábamos
nuevamente ayuda y esta vez tampoco
tardó en llegar: un camión tipo torton interrumpió su marcha para recogernos. Nos
preguntó si íbamos para Estación Catorce y asentimos. Tuvimos dificultades para
subir debido a la prolongada elevación pero unos tipos que viajaban atrás nos
ayudaron. Ahora comenzaba a aumentar la temperatura, estaba asustado y simultáneamente una emoción inextricable me embargaba. Llegamos
casi a las 10:00 am de aquel Lunes. Un albergue icónico estaba junto a la vía. Avanzabamos
y vimos una plaza desde donde se vislumbraba una cadena montañosa en todo su
esplendor. Seguí las indicaciones de Ezequiel, caminamos y caminamos hasta salir de ese
poblado y adentrarnos en una terracería en la cual había una serie de postes
equidistantes numerados desde el 1. El calor empezaba a incomodarnos y la sed
era constante. El silencio avasallador del desierto se desintegró cuando una
camioneta tipo pickup con 5 tipos a bordo pasó junto a nosotros y se detuvo
para preguntarnos si deseábamos que nos llevaran. No nos negamos y subimos.
Ellos venían desde el Distrito Federal e iban quedarse varios días. Nos
cuestionaron también sobre el hallazgo de Hikuri, entonces Ezequiel les
pidió que nos bajaran por el poste 26 ya que a partir de allí había encontrado
la última vez que vino. Se extendía la magnificente llanura y nos aventuramos a
la deriva. Manteníamos un paso uniforme con la intención de no perdernos en esa
inmensidad. A lo lejos se distinguía un objeto el cual Ezequiel pensaba era una
choza y me sugirió que lo esperara junto a una roca mientras averiguaba bien. Vi
como se fue alejando hasta difuminarse en el espacio. En ese momento oí lamentos,
gritos raros de alguien y fui involuntariamente desviándome del punto de
encuentro hasta perderme aunque había conseguido llegar a la fuente de aquellos
alaridos: un maarakame realizando una ceremonia bajo la sombra de un árbol.
Me acerqué y lo saludé pero fue en vano su respuesta ya que estaba muy
concentrado. No estaba seguro si el señor hablaba alguna lengua indígena pero si
sabía que era una especie de mensajero o guía espiritual por lo que me había
informado de la cultura Wixárika y de sus peregrinaciones anuales a ese lugar.
Accedió a mirarme y para mi sorpresa me preguntó en un perfecto español el
motivo de mi estancia en Wirikuta, tierra sagrada para su etnia y le contesté que
estaba desorientado, que venía con un amigo que no lograba contactar. Me invitó
a sentarme junto a él y comenzó a contarme la historia de sus antepasados. Tamatzi
Kauyumari, Dios Venado azul había sido perseguido hasta esas latitudes por
cuatro jóvenes cazadores los cuales representaban elementos naturales: agua,
aire, tierra y fuego respectivamente y quienes fueron enviados en busca de
alimentos por ancianos de su tribu. Esta deidad se convirtió en hikuri para
que pudiera ser llevado a los wixárikas quienes lo utilizan como una forma medicinal
animista, lo que significa también para ellos un símbolo de crecimiento espiritual.
Enseguida le pregunté si era posible irme y continuar en la recolección del cactus
pero me advirtió que antes de eso era necesario dialogar con los dioses,
consultar su consentimiento y determinar si tenían un mensaje valioso para mí,
así que ingirió unos gajos más de hikuri y permaneció meditando taciturno
por algunos minutos. Luego balbuceó oraciones ininteligibles mientras contemplaba
fijamente la montaña, asombrosamente me dijo que podía regresar pero que había tenido
una premonición un presagio que le había sido revelado con la asistencia
divina, un suceso el cual cambiaría mi vida: el descubrimiento de un trébol de
cuatro hojas; subrayó que para que esto se volviera realidad primero este cuento
tendría que haberse escrito antes. Me deseó suerte, me incitó a tener esperanza
y fe en el amor. Quise memorar la posición exacta de la roca en la cual estaba
esperando a Ezequiel pero por más que la buscaba no la hallaba, entonces
súbitamente un grito desgarró la quietud de la tarde: -¡Bernardoooo!- clamaba mi compañero. Tras unos segundos se manifestó
otra vez y lo vi emerger del resplandor solar. Nos desplazábamos juntos otra
vez de regreso en dirección a la terracería cuando repentinamente reconocí un
grupo de peyotes debajo de un arbusto. Cortamos los de 10 y 11 gajos. La
ingestión fue desagradable por la amargura y luego en minutos comencé a experimentar
breves alucinaciones visuales con la geometría del ambiente que nos rodeaba. Llegamos
a los postes numerados y seguimos nuestro camino hacia Aguascalientes. Cuando
habíamos recorrido unos 200 metros una camioneta azul tipo pickup pasó y se detuvo;
al alcanzarla el conductor el cual dijo llamarse Elías ofreció llevarnos hasta Estación
Catorce y subimos a la parte trasera. Abrí la mochila y saqué el libro de
Dostoyevski que traía. 5 minutos después llegamos a la meta no sin antes atravesar un retén militar que habían instalado en la entrada del pueblo. Agradecimos
al individuo su atención cuando nos dejó en la plaza. Nos acostamos sobre el pasto
de los jardínes. El movimiento de las copas de los árboles dibujaba una estela multicolor;
la relajación me invadió en demasía y no pude evitar quedarme dormido durante un
lapso.
Epílogo
-¿Qué están haciendo aquí? -preguntó
el soldado. Había bajado del jeep cuando el sargento al divisarlos dio la
instrucción de aprehenderlos en el instante en que el convoy militar pasaba
junto a la plaza.
-Sólo descansábamos, ya nos íbamos -contestó
uno de ellos- tenemos prisa y debemos estar pronto en la ciudad en la cual
vivimos.
-No les creo, lo siento pero tendrán
que venir conmigo -señalo el oficial. Los jóvenes siguieron al soldado hasta la
calle para congregarse con los demás colegas que lo esperaban; los obligaron a subirse a un vehículo militar
y su libertad fue privada parcialmente.
-¿Qué llevan ahí? -cuestionó efusivo
el sargento- , han estado vagando por estas rumbos, ¿cierto?
-Así es- respondió Ezequiel- pero no
hemos hecho algo malo. Los soldados revisaron sus mochilas mientras permanecían
merodeando el pueblo. Los dos aventureros estaban algo nerviosos -sin intimidarse
nunca ante el acoso del poder del estado- pero exhibían optimismo.
-Los vamos a soltar pero no los
queremos ver nunca más por aquí, ¿entendido? -sentenció el sargento- de lo
contrario no tendremos piedad con ustedes.
Bernardo y Ezequiel continuaron su
camino a través de las calles de Estación Catorce, ahora la prioridad para
ellos era volver a la Carretera 6 y esperar otro milagro, otro indicio descomunal
y providencial de alguien que los rescatara, que los inmunizara de todo
peligro, de toda situación límite, esa era la inmediatez de su deseo. Cuando pusieron
pie en los márgenes del poblado y contemplaron el sendero pavimentado que los
canalizaba hacia su origen, dictaminaron avanzar; únicamente sus sombras, fieles
testigos de su andar se obstinaban a su dinámica. Imprevisiblemente Ezequiel
divisó una laguna que ondulaba en el camino, concluyó que los efectos de la
dosis de mezcalina que había consumido aún seguían presentes y volteó hacia atrás
para preguntarle a Bernardo cómo se encontraba cuando discernió paulatinamente en
la orfandad asfáltica a una camioneta azul tipo pick up avecinándose. Enseguida
se lo comunicó a su amigo y ambos hicieron señas con la ilusión de que el
conductor advirtiera su presencia; entonces por un designio del azar el móvil motorizado
paró.
-¿Ustedes de vuelta? -atónito indagó
Elías-, la misma persona que los había bajado en la plaza de Estación Catorce
luego de haberlos subido en los linderos de la terracería.
-Nosotros tampoco lo esperábamos -exclamó
Ezequiel- ha sido una verdadera alegría desconcertante este reencuentro. Ahora nos
dirigimos a Matehuala para volver a Aguascalientes.
-Precisamente me dirijo allí, es mi próxima escala, suban y los llevaré, de ese modo podrán tomar un autobús que los regrese; no demoraremos -afirmó el hombre. Los viajeros del desierto ascendieron y Bernardo pudo mágicamente darse cuenta de que había olvidado en la camioneta la novela de Dostoyevsky que traía, pero ahora caprichosamente la recuperaba. Sujetó el libro, lo abrió y enfocó la mirada para leer una sección de la obra: “ Learning to love is hard and we pay dearly for it. It takes hard work and a long apprenticeship, for it’s not just for a moment that we must learn to love, but forever “. Ahora todo tenía un sentido magistralmente recursivo para ellos durante aquella tarde otoñal que se evaporaba con ecuanimidad en ese paisaje hostil, embelesando la imaginación de los jóvenes que escudriñaban el firmamento azulado mientras añoraban presurosos llegar una vez más a su próxima cita con el destino.
Confusión absoluta. Recuerdos van
tejiéndose en tu cerebro como alfombras. Ya amaneció. Miras una botella de licor
vacía en tu regazo y a tu suéter guinda sobre la arena. Te levantas y tu mundo
cambia cuando la adviertes; si, es ella Lo, la muñeca que te invitó a la
fiesta en el bosque la noche anterior; ahora tu memoria funciona
progresivamente y la sorprendes sosteniendo la libreta en la cual escribías este
cuento la tarde pasada en la biblioteca de la escuela. Se sonroja cuando la
vigilas y te pregunta: ¿Bernardo eres el autor de esta historia que he leído?. Lo confirmas. Entonces encomia tu fantasía y agradeces las predicciones de los
dioses que profetizaron la bienaventuranza. Le sugieres a Lo que ella simboliza
para ti el trébol de cuatro hojas esperado, el que el Maarakame, el guía
místico del desierto dijo que encontrarías una vez que este cuento haya sido escrito. Ha pasado más de un año desde entonces y hoy es tu cumpleaños, motivo por
la cual elegiste terminarlo; te sientes vulnerable ante su presencia, te sometes
inexorablemente ante la autenticidad de su humanidad, ante la inconmensurabilidad
de su hermosura y consagras el delirio pasional de este encuentro. Y
naturalmente el tentativo asedio dérmico nace sobre ustedes y se disgregan en
el risueño mar, en el todo y en la nada de un abrazo insoslayable, con el
fortuito fervor de quien sueña despierto con la búsqueda inagotable del polen del
amor.
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